Puede que el personal no ande para estas sutilezas y que, en mitad del baile de cifras que supone toda reivindicación social –las cifras de los que convocan y las cifras de los que no quieren sentirse aludidos por la convocatoria-, muchos se hayan perdido la esencia misma que se deduce de los acontecimientos del pasado 29S. No es sólo que viésemos sindicatos inoperantes, políticos despistados, trabajadores indecisos, empresarios a contrapié, ruido de fondo e indiferencia generalizada. Eso, lo que se vio, no sería malo en sí mismo cuando el cimiento de lo democrático es, precisamente, el derecho a disentir, a armar ruido sin violencias y a confundirse con rigor. Lo peor es que vimos la tramoya misma del sistema: un engendro carente de contenidos ideológicos, construido desde y para la transacción económica y los flujos de dinero, y en el que cualquier otro referente carece del más mínimo sentido. Posmodernidad política, privatización confusa, desensamblaje del bienestar, manipulación mediática y deconstrucción socio-laboral. Poco más. Casi nada más.
Entretanto la mayoría de los ciudadanos aún dilapidan su tiempo discutiendo desde la ideología, batallando con cuestiones intrínsecamente políticas, la verdad es que tanta gresca no es otra cosa que una pérdida de tiempo porque los depositarios reales de lo político –partidos, sindicatos, actores sociales, medios de comunicación- no están interesados en cuitas ideológicas que nada rentan, que poco producen y que no cotizan en bolsa. Esa es la gran estafa en la vive sumido el ciudadano medio: que la política existe, que las ideologías son reales, que votar y expresarse políticamente todavía es, parafraseando a Marx, un ejercicio de transformación de la realidad… Falso… El hecho es que los rectores de este teatro no quieren cambios ni en la representación, ni en las reglas, ni en los actores, y por ello se han hecho amigos del único y gran principio de las democracias occidentales contemporáneas: que la forma de todo cambie constantemente para que nada cambie en el fondo jamás.
Este problema del aideologismo truculento, en democracia, somete a mayores padecimientos y tensiones a la izquierda que a la derecha. Es inevitable que así sea. Entretanto la izquierda se ha caracterizado desde sus mismos orígenes por el debate de fondo, por la batalla de alternativas, por el espíritu revolucionario y el movimiento continuo, la derecha siempre lo ha tenido claro: todo cambio, cualquier modificación en los principios, es mala porque altera esos equilibrios de fuerzas establecidos (los míos) que deben ser conservados a todo trance. Y en ese debate eterno, revolución versus contrarrevolución, siempre tiende a imponerse el que no tiene alternativa a lo vigente y ni tan siquiera la desea. Sin debate interno, sin ideología, sin necesidad de cambio, sin política en una palabra, tampoco hay por qué discutir (ni de qué). Es paradójico que el inmovilismo ideológico y la negatividad política de la derecha española, aristocrática por nacimiento y ultramontana por convicción, sea exacto al ser último del totalitarismo soviético: todos quietos, todos juntos, todos en lo mismo.
Los sindicatos españoles, herederos sin desearlo (aunque también sin impedirlo) del verticalismo del régimen franquista y por ello mismo mantenidos del Estado, han tardado en comprender, asumir e integrar estos hechos y son incapaces de defenderse ante ellos, sus evidencias y sus consecuencias. Porque no se puede hacer la guerra a quien te sostiene del mismo modo que no se puede aguantar a quien te sostiene si te maltrata. Toda postura tiene costes y toda senda sus peajes. La contradicción los está destrozando pues al mismo tiempo que su dependencia material del Estado limita sus movimientos e iniciativas, esta limitación les sume en el descredito ciudadano y en el desastre ideológico (otra vez). Y si una huelga general es el recurso revolucionario por antonomasia –lo cual hace que en una democracia real casi carezca de sentido-, toda revolución necesita de unas alternativas que no tenemos. Porque las hemos destruido y porque no interesa tenerlas: el conflicto social es malo para los dividendos bancarios, las cuentas de resultados, el precio de las acciones y la explotación de los recursos. Por eso, porque esto último es lo que debe potenciarse y protegerse por encima de cualquier otra consideración, es por lo que un gobierno teme más al PIB o al estado de las cuentas públicas que a cualquier sindicalista, y asume que se deben socializar las pérdidas de los bancos al mismo tiempo que se desmantela sin prisa pero sin pausas, por ejemplo, la red sanitaria pública. Cosas en las que nuestra supuesta derecha y nuestra supuesta izquierda están completamente de acuerdo.
Así se explica la posición del Gobierno. Tras el desastre griego Bruselas exige un cambio de rumbo a fin de que el asunto no se repita, y hay que cumplir las condiciones que se nos imponen para mantenerse a flote y gozar de credibilidad internacional que atraiga inversiones. En pocas palabras: Zapatero carece de margen de acción y, por consiguiente, es incapaz de dar satisfacción a las demandas sindicales por duramente que se le planteen. Claro. El problema reside en que su reforma laboral, tan tremenda para con los menos favorecidos como perfectamente comprensible si gobernase la derecha, a él le sume en el descredito porque se nos ha vendido “de izquierdas”. Esta es la dificultad inherente a hacer creer al personal que las ideologías existen a fin de poder sacarle un voto: que luego pide cuentas al no comprender lo que, en realidad, no es otra cosa que una contradicción imaginaria. La misma que desubica al Mariano Rajoy al encontrarse –sorpresa- que el de enfrente cambia el guión y se pone a recitar su texto.
Así es como el necio aideologismo impuesto por nuestros pseudopolíticos con la única finalidad de mantener la estabilidad de las relaciones socio-económicas, y garantizar que el dinero fluya (los dos pilares de la democracia capitalista occidental), nos lleva al desbarajuste intelectual del 29S. Todos están en fuera de juego y nadie comprende nada. La izquierda hace cosas “de derechas”, la derecha se sitúa en el discurso “de izquierdas”, los sindicatos hacen una huelga buscando la legitimidad perdida que nunca encontraron, los empresarios ya no saben con quién alinearse y la ciudadanía, estupefacta, contempla boquiabierta este espectáculo absurdo servido y bien condimentado –por supuesto- por los medios de comunicación.
Kafkiano.
Y con semejante panorama nos vamos adentrando, a cada paso más confusos, en la antesala de las nuevas elecciones.
ResponderEliminarY aún hay quien piensa que no acudir a votar no es una alternativa.
Y ahí seguimos.
Escuchaba a Punset en una entrevista diciendo que el cerebro siempre se resiste al cambio, le resulta más cómodo pensar y actuar como siempre. La gente se ha vuelto cómoda y protestar significa hacer un grupo de facebook que empieza por "Yo tampoco soporto..."
ResponderEliminarLeyendo con mi chico el otro día el Marca me decía, "Que asco, el Marca y el Sport son como el DEC y el Sálvame de la prensa deportiva" Creo que podríamos extrapolar esa frase a la política y la prensa general de este país y seguiría siendo igual de cierta.
Abrazos