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jueves, 19 de julio de 2012

La Edad de la Inocencia (y II)


[Iba siendo hora. Dejamos esta historia colgada hace nada menos que mes y medio, y por fin encuentro un ratillo para terminarla. Espero que los asiduos de este blog seáis caritativos con mi imperdonable conducta pero, ya sabéis, aparte de hacer estas cosas tan divertidas y que tan agradable nos hacen la vida, y hasta nueva orden, uno tiene que trabajar para ganarse el pan].

[...]

Declaró por fin la acusada.

Dijo que el domingo de autos se fue a la cama como a las once de la noche, y que permaneció en ella hasta levantarse en la mañana entre las ocho y las nueve. Llamada como testigo por la defensa su hermana menor, Janet, el testimonio quedó corroborado. Dijo la niña que ese domingo se retiraron Madeleine y ella en torno a las diez y media, o algo más, de la noche, que se acostaron juntas y que antes de dormirse vio que su hermana estaba en la cama. Aseguró también que en la mañana del lunes, cuando se despertó, la acusada todavía no se había levantado. ¿Fue arreglado este testimonio? Pudiera ser, pero resulta de todo punto imposible saberlo con exactitud.

Algunos testigos, no obstante, declararon haber visto esa noche, alrededor de las nueve y media, al fallecido L'Angelier merodeando por las cercanías de la casa de los Smith, si bien el policía de turno en aquel momento, que tenía allí mismo programada una parada, declaró que no había visto a L'Angelier en la noche del 22. Tampoco tiene nada de peculiar. Los agentes uniformados de la época victoriana eran tan predecibles y meticulosos en el horario de sus rondas que resultaba fácil eludirlos si así se deseaba. Y un joven que husmea en las cercanías de la casa de una jovencita casadera y respetable, sin duda, lo último que querría es ser descubierto.

La defensa puso en claro entonces su baza fundamental: Si el arsénico le fue dado por la acusada en una taza de chocolate, como pretendía establecer la acusación, resultaba imposible que L'Angelier no lo hubiera notado. Y más difícil aún que nada hubiera dicho acerca de este asunto, incriminando a Madeleine, durante su larga enfermedad. De hecho, F. Tennyson Jesse, en su libro "Famous Trials" (ed. Harry Hodges, Penguin Books, Great Britain, 1954, pp. 39-40) manifiesta que permanece envuelta en el misterio de este crimen célebre la actitud de la víctima. La hipótesis del suicidio es poco probable, porque los tres ataques que sufrió por la administración de arsénico fueron terriblemente penosos y su agonía fue muy larga, demasiado al menos como para pensar que hubiera podido elegir una forma de suicidio tan dolorosa. Tampoco se comprobó, por cierto, que el fallecido hubiera comprado arsénico. En cuanto a la posibilidad de que otra persona distinta de Madeleine le hubiera envenenado se debe ser cauto, pues no se le conocían enemigos o personas que le desearan mal. Y es justamente aquí que se nos presenta el mayor misterio de todos: si en realidad fue Madeleine la que le suministró el arsénico, no se entiende cómo L'Angelier iba a sufrir pasivamente tres intentos de envenenamiento, sin sospechar nada o acusar a la chica.

En su defensa Madeleine alegó que no vio a L'Angelier en las tres semanas previas a su muerte, y que en la última oportunidad que se encontraron le habló a través de las rejas de una ventana. E indicó, asimismo, que al arsénico lo había comprado como matarratas, pues no había querido reconocer que lo usaba de forma habitual –cosa común en la época- en pequeñísimas dosis, como productos cosmético. En efecto, era conocido que el arsénico, bien administrado, era útil para mantener la línea pues limitaba el apetito y tenía propiedades purgantes. Así las cosas, la defensa argumentó con buen criterio que, a falta de otras pruebas o testimonios, la carga de la prueba recaía sobre la acusación.

En sus directivas finales al jurado, previas a la deliberación, el juez instruyó adecuadamente sobre la diferencia entre la inferencia y la prueba. Manifestó, pues, que podrían actuar en base a inferencias, puesto que muchas de las cosas que nos ocurren en la vida dependen de evidencia circunstancial, pero que tal inferencia debiera ser muy seria. Una inferencia de tanto peso que demostrara por sí misma que la víctima falleció por la acción directa de la acusada. Agregó, en conclusión, que si estaban convencidos, de acuerdo con todas las circunstancias del caso, de que la pareja se se encontró en la noche del 22 de marzo y de que los síntomas de envenenamiento por arsénico comenzaron tras esta cita, entonces y solo entonces deberían afirmar que Madeleine fue quien administró el veneno a la víctima.

En su alegato final el defensor dijo que Madeleine no tenía motivación de peso para envenenar a L'Angelier en la medida que las cartas comprometedoras nunca habían sido recuperadas y, en consecuencia, no habría podido evitar el escándalo de todos modos.

La acusación, por su parte, argumentó que era perfectamente posible que Madeleine se hubiera levantado de la cama cuando su hermana estaba dormida a fin de abrir la puerta de la casa para admitir a su amante en la sala o en el comedor, como lo había hecho antes en muchas oportunidades, según testimoniaban sus propias cartas. Además, entre otros argumentos indicó que la cantidad y las características del arsénico encontrado en el estómago de L'Angelier, eran consistentes con las compras de ese tóxico que había hecho Madeleine. Extremo este que, no obstante, ha de ser recibido con cautela en la medida que las técnicas forenses de la época eran aún harto dudosas.

El jurado, compuesto por ocho hombres y cuatro mujeres, alejado de cualquier posible presunción machista, se decantó a favor de la acusada y dictó un veredicto de “no probado” en relación a los cargos fuertes de la acusación, con lo que Madeleine Smith quedó en libertad. Debe hacerse notar que el veredicto de "not proven", una peculiaridad que regía en el procedimiento penal de Escocia paralelamente al tradicional de “not guilty” (o no culpable), exoneraba al acusado de cualquier castigo, pero arrojaba sobre él una tacha moral. A falta de pruebas materiales, y sembrada la duda razonable, el jurado había preferido no decidir la culpabilidad de Madeleine, pero entendía que perfectamente podría haber matado a L’Angelier pues tuvo móvil, medios y oportunidad. En consecuencia, solo la circunstancialidad de las pruebas que pudo aportar la acusación libró a la chica del castigo.

Madeleine, como es lógico, quedó marcada por este morrocotudo escándalo y la mayor parte de sus pretendientes –formales o no- desaparecieron de la escena. No obstante, conseguiría contraer matrimonio en 1861 con un bohemio, el artista George Wardle, a quien, como corresponde al personaje, la vida pasada de la mujer no pareció importarle lo más mínimo. Tuvo dos hijos con él, si bien, pasados bastantes años, terminaron por divorciarse. Finalmente, puede que huyendo de un pasado que nunca la abandonó del todo, Madeleine se trasladó a los Estados Unidos.

Allá, en la ciudad de Nueva York y bajo el nombre de Lena Wardle Sheehy, fallecería a los 92 años, en 1928.

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