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lunes, 14 de mayo de 2012

La edad de la inocencia (I)



[Un amigo novelista, en cierta ocasión, me hizo una pregunta interesante: "¿Existe eso de la duda razonable o no es más que un argumento peliculero para sacar a flote argumentos insostenibles?" Y era una buena pregunta en la que nunca había caío... Así que hice lo que hacemos todos los investigadores cuando no sabemos una cosa: Tratar de averiguarlo. Y, en ello, me di de narices con este interesantisimo caso que, fijaos bien, aunque tenga toda la pinta de ser un folletín no lo es en absoluto. La realidad, que siempre supera a la ficción].

Ubiquémonos: Glasgow, Escocia, 1855.

La dulce Madeleine era la mocita casadera de una familia bien. Su padre, Mr. Smith, era un prominente arquitecto, de inmejorable posición social y económica cuya hija mayor, la niña de sus ojos, la guapísima Madeleine, aún no había cumplido la veintena y ya era el deseo oculto de un montón de hombres casaderos bien situados y con posibles. Dinámica, inteligente, apasionada, con un temperamento poco inclinado a manejarse dentro de las rígidas convenciones de la moral victoriana, la chiquita, coqueta, se dejaba ver y querer. Jugaba con la situación y buscaba, de entre los posibles candidatos, al mejor de los posibles partidos.

Aparece entonces el inopinado galán de esta historia. Un modesto empleado de comercio de escasos medios, cercano a la treintena y no muy alto, pero agraciado físicamente y dicen que con bastante habilidad en materia de amores, Pierre Emile L'Angelier. El aprendiz de seductor ve a la apetecible Madeleine y se interesa por ella. Es atractiva, es joven y de familia acomodada: Es un partido. Buscó la forma de serle presentado. Comenzó a cortejarla en forma disimulada, porque los padres de ella jamás habrían aceptado esas relaciones con un extranjero desconocido, pelagatos, carente del caché y de recursos proporcionados al nivel que ocupaba la familia Smith. En realidad L'Angelier, francés como nos sugiere su apellido, había participado activamente en las convulsiones políticas y sociales que se habían producido en París por aquellos días, recalando posteriormente en Glasgow como exiliado. El caso es que al desposeído aventurero, que vivía en una modesta pensión y no tenía familiares reconocidos ni fortuna por conocer, el buen recibimiento que encontró inesperadamente en la pizpireta Madeleine, le hizo concebir un plan de acción que habría de seguir inexorablemente. Pues como no podía pretender el consentimiento del padre para una boda, decidió recurrir a la política de los hechos consumados.

Comenzó así una correspondencia epistolar entre el experimentado cortejante, diestro en achaques de amor, y la inexperta pero apasionada Madeleine, diez años menor, pero con la madurez suficiente como para estar al frente de la casa en reemplazo de su madre enferma. La chica, así hay que reconocerlo, se entregó con pasión a este amor, que le descubría un mundo de sensualidad hasta entonces oculto. A través de la correspondencia es obvio que en 1856 ya se habían convertido en amantes, habiendo consumado sus deseos en algunos paseos por el bosque así como clandestinamente, en la propia casa de los Smith, pues ella lo hacía entrar de noche y cuando todos dormían.

El padre de Madeleine, que no era tonto y se debía oler la tostada, había prohibido terminantemente a su hija cualquier clase de relación con ese L'Angelier que parecía rondarla con cierto descaro, ese muerto de hambre sin oficio ni beneficio. Máxime cuando un vecino y conocido comerciante, de mediana edad y buena situación económica, había insinuado sus honorables intenciones hacia la hija mayor de los Smith. Por ello Madeleine, pasados los primeros momentos de impetuosidad amorosa y replanteándose su futuro, se comenzó a enfriar calculadamente con L'Angelier en un claro intento de romper la baraja. A la pretensión de ruptura, contestaría el otro que ni soñarlo, pues conservaba todas sus tórridas e impresentables cartas y se las exhibiría al Sr. Smith.

Sucede entonces lo inesperado: Que durante los meses de febrero y marzo de 1856, L'Angelier cae súbitamente enfermo hasta que en el día 23 de este último mes, retornando a la pensión en que vivía tras una de sus correrías nocturnas, se sintió de súbito terriblemente mal y murió. Algunos amigos, así como los empleadores de L'Angelier encontraron rara en esta muerte inesperada en un hombre de excelente salud, y pidieron una autopsia. El procedimiento reveló la causa del deceso y puso en marcha la maquinaria del escándalo: envenenamiento por arsénico.

Durante la pertinente investigación policial salieron a relucir las cartas, de las cuales se desprende que en un momento dado Madeleine se ofreció a abandonar su posición social para fugarse con el francés. Pero el galán no veía que esa fuera solución para su porvenir económico, así que continuó con sus amenazas de exhibir la correspondencia, presionándola con insistencia para que la chica planteara el asunto de la virginidad roturada, y la consiguiente baja en el precio de mercado de la niña, abiertamente, a sus padres. Pensaba con cierta perspicacia tópica del puritanismo de la época que éstos, en vista de que su hija ya estaba deshonrada y se cernía el escándalo sobre la casa, aceptarían el casamiento como una forma honorable de salvar las estrictas convenciones y poder conservar el prestigio bien ganado.

Madeleine, pasados los primeros furores, comprendió que careciendo ella y su amante francés de medios económicos propios, y enfrentada a la oposición terminante –inflexible- de sus padres, su vida con L'Angelier no tenía porvenir. Sentimiento de rechazo que se acrecentó y consolidó tras el mortal disgusto padecido cuando él puso en claro su juego y la amenazó con la exhibición pública de las cartas. Además, y al mismo tiempo, la chica estaba recibiendo las visitas formales del candidato –su vecino- aceptado por sus padres. Pese a todo, la moza, y así se trasluce en sus misivas, seguía mostrándose sumisa ante L'Angelier pues esperaba que él se conmoviera para terminar cediendo en su actitud amenazante, cosa que sin embargo no ocurría. Por ello la situación parecía no tener salida y todo indicaba que si ella forzaba una ruptura, él haría explotar el escándalo.

En la noche del 19 de febrero L'Angelier, según los testimonios recabados, salió de la pensión con rumbo desconocido. Al regresar se quejó de fuertes dolores en el abdomen, y a la mañana siguiente fue a ver a un médico que, desorientado ante aquella dolencia inespecífica, le recetó algunos medicamentos para aliviarlo. No existen pruebas de que en esa noche hubiera estado con Madeleine, aunque una testigo en el juicio declaró que él propio fallecido le había informado personalmente de que así sería.

Se supo posteriormente que el sábado 21 de febrero Madeleine compró arsénico en un establecimiento, donde, como es preceptivo, fue registrado para uso en labores de jardinería. Al día siguiente, nada parece casual, L'Angelier tuvo un segundo ataque de molestias digestivas de características similares al primero. No quedó constancia, sin embargo, de que ese domingo se hubiera entrevistado en algún momento con Madeleine. En todo caso, la chica volvió a comprar veneno el día 6 de marzo, en un negocio diferente del primero, donde lo registró como matarratas. Y si en el 21 de marzo escribe a L'Angelier, citándolo para el día siguiente, existen pruebas de que anteriormente, el 18, había efectuado una tercera compra de arsénico.

En la noche del 22 de marzo, dispuesto a atender a la que sería su última cita con la niña de los Smith, a la que pretendía asediada por completo, el galán francés pidió a la dueña de la pensión las llaves de la entrada, puesto que pensaba volver tarde. Sin embargo, a las 2:30 horas de la madrugada la campanilla dispuesta en el cuarto de la propietaria se agitó violentamente. Acudió a la llamada y se lo encontró acuclillado en su habitación, con los brazos cruzados sobre el abdomen, susurrando que se encontraba muy mal y que no podía detener los vómitos. Todavía a las 4:00 horas, pese a la insistencia de todos, se negó a que llamaran a un médico. Accedería hacia las 7:00 horas. El galeno le recetó algunos remedios, pero cuando regreso a mediodía lo encontró ya sin vida.

Durante el juicio, el abogado defensor de Madeleine explicó al jurado que, a menos que tuvieran por cierto y probado por las evidencias materiales que la acusada y L'Angelier se encontraron el 22 de febrero, o que tuvieran por probado que se entrevistaron en la noche fatal del 22 de marzo, no habría existido jamás una cita posterior a que la acusada realizase sus compras de arsénico. De hecho, sostuvo el defensor a partir de los datos que nunca se produjeron tales encuentros al no haber evidencia alguna de ellos. Así, la dueña de la pensión recordaba haber dado las llaves a L’Angelier, pero no podía jurar que efectivamente saliera en la noche del 22 de febrero pues no le vio hacerlo. Más aún: dado que no había constancia de que llegara a la casa enfermo, arguyó el defensor de Madeleine, bien podría haber enfermado en su propio cuarto.

Cierto es que, tal como se encargaría de recordarlo el fiscal, se encontró una carta, posiblemente escrita tras el crimen, donde Madeleine dice a D'Angelier que notó que estaba enfermo el domingo a la noche y el lunes a la mañana. Pero no pudo acreditarse si esta carta, que se refería al ataque del domingo 22, fue escrita el día 25, luego tras el óbito, de suerte que no habría tenido sentido más que como coartada. La defensa cuestionó que la carta no tenía fecha y el matasellos del sobre era ilegible. Y ambos extremos eran ciertos.

En cuanto a la dueña de la pensión, dijo que cuando L'Angelier salía en la noche a "sus asuntos" le pedía la llave de entrada de la casa, y que el día 22 de febrero no le había solicitado la llave. En cambio, sí lo había hecho el 22 de marzo. Como hizo notar el abogado defensor, no se había demostrado que Madeleine hubiera comprado arsénico o lo tuviera en su poder antes del ataque del día 22 de febrero; y con respecto al del 22 de marzo, si bien ella tenía en su poder el arsénico comprado, no surgieron constancias materiales o testimoniales de que se encontrara con L'Angelier... Ni tan siquiera que éste hubiera salido de su casa. Por aquí, por consiguiente, tampoco había caso.

[...]

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