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martes, 12 de octubre de 2010

PACIENTE CERO (XII)


Nunca se había caracterizado por su inteligencia el tal Evaristo.

El magín le había dado para poco más que arreglar jardines y limpiar piscinas siempre que los niveles de exigencia fueran bajos y los propietarios no pidieran peras al olmo. También se defendía decentemente con recados no muy complejos y trajinando chismorreos de acá para allá pues todos los recortes que las leyes de Mendel le habían dado a su mente, se los había adherido de mala forma a la lengua. No obstante, su fidelidad espartana, rayana en la obsesión, hacia el desaparecido padre de Mila siempre fue inquebrantable. Al fin y al cabo, si tenía un techo bajo el que guarecerse, una libreta de ahorros medio saneada y una vejez razonable a la vuelta de la esquina era gracias a los desvelos de ese hombre cuya ausencia nadie lloraba exceptuando al jardinero idiota. Aún releía con lágrimas en los ojos, noche tras noche, las viejas novelas de Marcial Lafuente Estefanía con las que el señor le enseñó a leer hacía lustros.

Pero el llanto y el recuerdo no iban a bastar para saldar las cuentas pendientes –bien lo sabía- y todavía tenía el tonto de Evaristo algo que hacer por su benefactor antes de largarse para siempre. La carta que llevaba años esperando había llegado tal y como le dijo el señor que llegaría la noche antes de desaparecer. De hecho, Evaristo permaneció todos aquellos años al pie del cañón, viviendo como si nada hubiera sucedido, para cumplir su función de resorte necesario en una maquinaria cuya función desconocía. Pasando por encima de las miradas compasivas de los ricos que le utilizaban como aliviadero de conciencia; por encima de la repugnancia visceral, atávica, que sentía hacia la señora de la casa.

Y con la carta, el final de todo. O el principio de algo. Su cortedad no alcanzaba a discernirlo con eficacia.

Aún no era mediodía y ya tenía hecha la maleta y puesto su único traje. El mismo traje de espiguilla que el señor le dio cuando la niña Mila hizo la primera comunión. A falta de ocasión apropiada no se lo había vuelto a poner desde entonces, pero los años de armario en aquella caseta húmeda que tenía por hogar lo habían ajado al punto que mostraba todo el aspecto de ser viejísimo. Y hedía a naftalina.

Desde el ventanuco de la chabola observó que la niña Mila cruzaba el jardín con paso lento. Llevaba un libro entre las manos. Ese libro de mierda del que no se despegaba ni un minuto y que, de alguna manera, Evaristo sabía que era la llave con la que ella había abierto de par en par las puertas de su perdición. Entonces se puso en pie de un salto y comenzó a hurgar en el bolsillo de la chaqueta desgastada.

En efecto, es la hora.

Ahora el limpiapiscinas, con ese gesto de tozuda determinación que sólo saben esbozar los oligofrénicos, sale del chamizo y se acerca a la chica regateando los chorros de los aspersores. La niña de sus ojos, el techo de sus deseos más oscuros e inconfesables. El cenit de sus delirios masturbatorios. Ya a su vera le hace llegar el paquetito envuelto un quinteto de palabras gangosas: “de parte de tu padre”. Luego, justo antes de esfumarse por el mismo sitio que ha llegado, mira de reojo hacia la ventana del primer piso, aquella desde la que ese muchacho nuevo, Fear, observa la escena, y en la cara del jardinero se dibuja una mueca de odio irracional, burdo, apenas discernible de su estupidez patológica y perenne. Aprieta los dientes hasta sentir dolor en las mandíbulas y penetra en la caseta.

Robina entonces, cerrando la puerta metálica tras de sí, que quizá le quede una cuenta personal que saldar antes de irse.

Mila, tal vez sorprendida, puede que aterrada ante el enigma, contempla estupefacta el paquetito cúbico que reposa sobre la palma de su mano.


© Del texto: Biedma & Francis P.

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