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domingo, 26 de septiembre de 2010

PACIENTE CERO (XI)



El Tuerto no puede creer que al fin haya llegado el momento.
Tras meses de rigurosas observaciones y vigilias tiene una ocasión.
Los mocitos están inusualmente solos en ese enorme chalet con más servicio que el Palacio de la Zarzuela, y hoy tampoco han aparecido los vejetes del teleobjetivo por parte alguna. Es raro, pues nunca han faltado a la cita y aunque el Tuerto no tiene ni repajolera idea de qué demonios han estado buscando, su ausencia le convence de que, fuera lo que fuese, ya lo han conseguido. En todo caso, ello propicia que sus sueños de venganza vayan a verse cumplidos y percibe, sólo de pensarlo, una vaharada de placer recorriéndole el abdomen, vaciándole las entrañas, dejando en su interior una oquedad infinita.
Lo tiene muy bien planeado. Lo ha hecho muchas veces con anterioridad. Pan comido.
Primero salta el tapial, aterriza acrobáticamente sobre las arizónicas y queda unos segundos a la espera. No vaya a ser que salga por alguna parte ese jardinero tonto, errático en todas sus acciones, al que no hay Cristo que le coja la hora y que nunca se sabe por dónde anda.
Ni rastro.
Roe la piel del sapo verrugoso que guarda en el bolsillo entretanto se desliza por un ventanuco del sótano. Aunque el lugar funciona como trastero está más limpio y ordenado que la casa de su madre. Putos ricos. Busca la navaja de resorte. Sube por la escalera en penumbra. Espera tras la puerta entornada sin escuchar otra cosa que su respiración ansiosa y desacompasada. No se pregunta porqué razón podría estar entreabierta la puerta de un sótano polvoriento en el que no hay nadie, y tampoco por el hecho de que dos chavales jovencitos no armen ni gota de ruido teniendo toda la casa para ellos. La verdad es que tampoco se le puede culpar por el desliz, pues nunca ha vivido en una casa que tenga más de dos habitaciones pequeñas y un retrete e ignora por completo, paradójicamente, cómo será ese estilo de vida de los ricos y famosos que tanto envidia.
Asume que ha llegado el momento y tira del pomo.
Ella le está esperando. Callada y desnuda. Con el hermoso cabello violeta danzando lento sobre los senos. Él se encuentra perplejo, no sabe qué pensar, no sabe qué hacer, no encuentra nada que decir. Su único ojo, deslumbrado, parpadea. La chica le sonríe maliciosa y un atisbo de alarma se pergeña en su mente. Tarde. Nunca fue muy rápido en eso de pensar. Jamás tuvo prisa absolutamente en nada inteligente. Fear sale del ángulo muerto sin decir ni pío y le perfora el bueno con el mango de una cucharilla. Se hace de noche. Eclipse total. Está a punto de perder el conocimiento a causa del dolor. Lo perderá, se marcha, lo siente. Como de fondo, lejos, ya en el filo mismo de la consciencia, escucha un estremecedor intercambio de opiniones.
-¿Qué toca? -. Pregunta él.
-Creo que canibalismo -. Contesta ella.
Por primera vez Fear no aceptó la apuesta, que normalmente incluso elevaba con la temeridad del kamikaze; esta vez, desvió la mirada y dejó pasar unos segundos antes de hablar. 
-Pasando. Pasamos a la “D”.
-¿Por qué?
-Porque me he vuelto vegetariano.
Se dio la vuelta y salió de la habitación antes de que sus ojos, su voz o el temblor de sus dedos dejaran traslucir sus verdaderas razones.

© Biedma & Francis P.
 

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