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martes, 25 de mayo de 2010

PACIENTE CERO (VII)


Todavía se tomó unos segundos para terminar de leer el párrafo cuando escuchó su nombre a través del megáfono. Cerró la novelilla muy lentamente y contempló los colorines chillones y ajados de la portada.
Sentencias del diablo.
El bullicio del público hambriento de vísceras que rodeaba el cuadrilátero armado con cubiertas de neumáticos de tractor se le metía en los oídos. La mujerona del megáfono volvió a gritar su nombre ahora abiertamente mosqueada: Estefanía.
Sentencias del diablo constituía el número 145 en la vieja colección Héroes del Oeste de la editorial Bruguera. Hacía unos años se había comprado, por muy pocas pesetas, la colección íntegra de novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía en una librería se segunda mano del Jueves, en Sevilla, lo que le supuso la posibilidad de llenar miles de horas vacío toxico en la pensión de mierda en la que vivía y la adquisición del sobrenombre que aún arrastraba.
Estefanía se pone en pie y guarda el bolsilibro en la mochila; se quita el jersey y la camiseta con un solo movimiento, deja que el frío de las tres de la madrugada se le clave en las cicatrices de la piel mientras las pocas docenas de espectadores que llenan el patio trasero del taller donde se celebra el encuentro de lucha clandestina lo miran impacientes.
Tiene cuarenta y seis años; lo último de lo que se despoja es de la grasienta bufanda negra con la que se protege la garganta; cada año, por mucho que sus músculos sigan siendo una fusión de hierro y cuero, le cuesta un poco más recuperarse de los catarros y los golpes, y son ya varias peleas en las que sólo ha logrado sobrevivir empleando sus más sucias tretas de rata vieja. Cuando sobrepasa el pasillo entre las cubiertas de goma que constituyen el ring, mira por primera vez a su adversario y sabe que tampoco hoy podrá luchar limpio
Ya dentro, la gente vocifera no importa qué, los marchantes advierten de que se acaba el tiempo para realizar las últimas apuestas, los acompañantes de su oponente, el Costalero, que sigue rezando de rodillas, le juran feroces amenazas. Cuando el chico termina su oración se pone interminablemente en pie. Estefanía no sabe cuántos metros de alto y ancho mide aquel oligofrénico que no llegará a los veinte años, vestido con la faja y la almohadilla sujeta a la frente propia de los costaleros, pero cuando ve que también lleva el calzado típico de los que portan pasos procesionales, unas cómodas zapatillas de tela y esparto, sabe que ha ganado la pelea.
La organizadora, una mujer gorda que ha borrado su antigua belleza a base mala leche, se retira unos pasos; ella misma arbitra los encuentros, con el megáfono en una mano y una guía telefónica en la otra para golpear en el cogote a los contendientes que quieren rematar la agarrada con el homicidio.
El Costalero se lanza a por él, como un tanque o como un toro, no sabe porque casi no lo ve; aunque logra esquivarle, comprueba que es rápido y cabrón, más de lo que cabría esperar por su tamaño.
Estefanía se coloca a su espalda y le encaja tres golpes directos en los riñones que no sirven para nada. Tiene cuarenta y seis años. Cuarenta y seis. Una edad absurda para aquella profesión. Sabe que si el chaval logra meterle unas cuantas seguidas, no sólo perderá el combate sino que pasará una larga temporada en el hospital.
Debe acabar con él sin concesiones al espectáculo y sabe que eso es lo único que aquella clase de público no perdona. Pronto, se habrá corrido la voz de los trucos que emplea y quedará fuera de los circuitos de lucha clandestina.
Lento, muy tranquilo, Estefanía abre los brazos como invitando a su enemigo; muchísimo más rápido es el pensamiento de que pudiera ser su hijo, que además trae aparejado el recuerdo de su hija Mila.
Aprovecha que el Costalero lanza la derecha pero abre estúpidamente los dedos de la izquierda, para acercársele tras esquivar, atraparle el dedo corazón con una presa y retorcérselo mientras le pisa los dedos del pie a través de la fina lona de sus zapatillas; después le mete los dedos en forma de uve en los ojos, bien dentro, con un solo movimiento profundo y húmedo, hasta aferrarlo por los huesos orbitales e inmovilizarlo para volver a machacarle los dedos del pie con el tacón de sus botas hasta que el chico cae de rodillas con un gemido.
Estefanía le saca los dedos de los ojos y se lo sacude de encima con una patada en la mandíbula mientras empieza a escuchar las primeras maldiciones de los concurrentes.
Sacarse la metástasis de los recuerdos es otra cosa.



© del texto: Biedma & Francis P.
© de la ilustración: Tomás Giorello
 

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